"La jaula invisible: cuando el hogar aprieta más que protege"

Vestigio07/17/2025Alejandra Ponce de LeónAlejandra Ponce de León
  

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POSDATA Press | Argentina

Hace unos días, dos hermanos de nacionalidad rusa en Argentina de 13 y 15 años fueron encontrados en un galpón abandonado, tras haber desaparecido de su casa en un barrio privado de Pilar. No se habían perdido. Se habían ido. Salieron rumbo al colegio, pero desviaron su camino. No querían volver. La discusión familiar había sido el detonante, pero el motivo era más profundo: algo en casa les dolía más que el frío de la calle.

Este tipo de noticias aparece cada vez con más frecuencia. Y aunque muchas veces los adolescentes regresan a las pocas horas, el mensaje que dejan es claro: algo está pasando. Algo que aprieta, que asfixia, que empuja. Y no siempre se ve desde afuera.


Este texto no busca señalar culpables, sino abrir preguntas. ¿Qué pasa cuando el hogar deja de ser refugio? ¿Qué vínculo estamos construyendo cuando el afecto se entrega solo si hay logros?


No hay hijos que se escapen por capricho. Hay hijos que se escapan porque el hogar se transformó en jaula.

Y no hablo de la falta de comida, de abrigo, de techo. Hablo del aire emocional, del espacio donde se puede errar sin desaparecer. De ese lugar donde se puede reprobar una materia y seguir sintiéndose digno de amor.

Hay padres que ofrecen todo lo que se ve —ropa, escuela privada, casa, tecnología— pero no saben que un hijo también necesita lo invisible: permiso para fracasar, escucha sin juicio, ternura sin condiciones.

Cuando el hogar se convierte en examen, los vínculos se tensan. El hijo empieza a caminar en puntas de pie, como si cada paso pudiera activar una trampa. No habla por miedo. No confiesa por vergüenza. Y cuando ya no puede más... corre. Se escapa. Busca aire en la calle.

Pero la calle no es libertad. Es riesgo. Soledad. Confusión. Y aun así, algunos adolescentes la prefieren porque en casa no se les permite existir si no cumplen.

Esto no es solo sobre los hijos. También hay madres que quieren escapar. Que viven bajo miradas de corrección, bajo expectativas inflexibles, donde su valor depende de su obediencia. Y entonces, cuando no hay abrazo, buscan otro idioma. Otro país. Otro hombre. Otro oxígeno.

¿Qué estamos sembrando cuando el afecto se entrega solo si hay excelencia? ¿De qué sirve un boletín perfecto si el alma está herida?

Un hogar no debería ser un sistema de méritos. Debería ser refugio.

La pregunta no es: ¿qué les doy? Sino: ¿cómo los hago sentir?

Porque los hijos no recordarán cuántos regalos recibieron, sino cuántas veces pudieron fallar sin perder tu abrazo.

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