
Viur, capítulo 21: La extraña china Shin Shu Je
16/09/2025 Luis García OrihuelaPOSDATA Press | Argentina
Escoge campos fértiles
y las tropas tendrán suficiente para comer.
Cuida de su salud y evita el cansancio,
consolida su energía, aumenta su fuerza.
Que los movimientos de tus tropas
y la preparación de tus planes sean insondables.
—Sun Tzu
El arte de la guerra
En aquellos días que pasé hospitalizado a la fuerza, en dónde todo vestigio de vida pasaba necesariamente entre «la Asesina», «el Benavides» y algún que otro ingresado, ocurrió un hecho insólito por lo inesperado: Recibí una visita. Una visita femenina. Por supuesto que aquel suceso lo dejé bien guardado en la memoria, a la espera que lo necesitase en algún otro momento.
««¡Déjate de cuentos chinos y cuenta, cuenta…»».
—Ya va Cursiva, ya va… Tu siempre sin darme tiempo a nada, y con esos juegos de palabras que crees te confieren un aire superior y distinguido. En fin, la cosa, fue así.
—¡Señor Viur! ¡Señor Viur! —era «la Asesina», que entraba en la habitación, profiriendo aquellas voces que sin llegar a ser gritos, por sus tonos agudos bien que lo parecían. Dejé sobresaltado el libro que leía sobre la minúscula mesilla metálica, cuyo cajón, contenía mis enseres personales, que a decir verdad, a pesar de su irrisoria dimensión; parecía ser grande y profundo, cuándo en verdad no lo era en absoluto.
—Señor Viur, tiene una visita. Mire quién ha venido a verle y distraerle un ratito con su compañía —insistió nuevamente «la Asesina» con grandes aspavientos de brazos, guiñándome el ojo derecho con cierto disimulo inexistente, picardía y con un retintín en la voz— Tras ella, hizo su aparición mi visita sorpresa, cierto que lo fue. Creo recordar, que hasta los pajarillos que se oían trinar todas las mañanas desde mi ventana orientada al jardín central del hospital, enmudecieron en aquel preciso instante. La Asesina se despidió cerrando tras de si la puerta, no sin antes obsequiarme con unos oscilantes movimientos de caderas para nada acertados.
—¡Viurcito…! Hola…
No podía creérmelo, mi visitante femenina era Shin Shu Je –por supuesto, ese no era su nombre real, pero desde que se lo puse siempre le fue perfecto.
««¿Viurcito? Yo no lo recuerdo así, más bien…»».
—¡Cállate y no interrumpas Cursiva, que me rompes el recuerdo!
Shin Shu Je, era una chica china de poco más de treinta años, —o eso me parecía a mi— de aproximadamente un Metro sesenta, delgadita sin llegar a molestar —no como esas que se han quedado en los huesos y ni siquiera para dar gusto a un caldo servirían— de piel muy clara y ojos negros, acentuados por unas líneas de lápiz de maquillaje y unas pestañas añadidas capaces de quitar el hipo a cualquiera que la viera. Lucía una melena lisa —planchada— con un flequillo hasta los ojos, ligeramente separado por el centro. Recordaba a los dibujos de cómics de la heroína Vampirella, no solo por el flequillo; en ella todo resultaba femenino.
««¿Porqué das tantas vueltas para contar las cosas? Deberías de explicar la razón del nombre que le pusiste, y porqué ponía como locos a todos en el tren cuando entraba al compartimiento»».
—Iba a hacerlo ahora, cuando tú me has interrumpido. ¿Sería posible que dejaras de hacerlo?
««¡Lo siento, lo siento! ¡Ya me callo! Seré buena chica y no abriré el pico»».
—Bien, como iba diciendo, y Cursiva me ha recordado, a la extraña china —Que lo era y mucho— la vi por primera vez en uno de mis trayectos al trabajo. Lo recuerdo bien, pues aquella mañana me había levantado crispado sin saber el por qué. Y no solo yo la vi, lo hizo a conciencia todo el pasaje que se encontraba en el compartimento. Las del sexo femenino claramente molesto ante la intromisión de una chica china que eclipsaba a todas con su belleza, juventud y aquella camiseta blanca de tirantes que dejaba casi mas que ver, adivinar unos pechos…
««¿Pechos?, ¿Cómo que pechos? Di mejor que iba en plan de concurso de camisetas mojadas, con sus tetitas en forma de pera saltando alegremente ante los ojos deseosos, lujuriosos, depravados y pervertidos de más de uno y de una —risita mordaz de Cursiva— ¡Vale, vale! Ya me callo. ¡Perdón, perdón!»».
—Bien, así era en realidad, razón no te falta. Cada vez que subía al tren, sin importar la época del año que fuese —si hacía frío afuera, al entrar se quitaba la chaqueta o el abrigo que llevara puesto— dejaba ver esa carencia de ropa interior. Fue por ello, que ya desde la primera vez que la contemplé, la llamé así «Shin Shu Je», por el hecho de ser china y de ir sin-su-je-tador. Por alguna extraña razón o designio divino, un día nos encontramos en mi misma calle, a pocos metros de dónde vivo. Casi nos dimos de frente cuando yo salía de comprar unas barras de pan, y ella entraba en ese preciso momento en el horno. Se disculpó, y yo hice otro tanto. Lo propio en estos casos.
—Te conozco. Subes al mismo Metro que tomo yo, aunque te bajas siempre antes —dijo sin darle importancia.
Aquella era la primera ocasión en que la oía hablar. En el Metro viajaba siempre sola y no hablaba prácticamente con nadie. Solo lo justo y apenas audible de no estar justo a su lado. Cuando subía al vagón siempre procuraba hacerse con un asiento que no estuviese orientado de frente al sol, se sentaba si ello era posible y, sacando un libro de los de papel, de los de toda la vida, se ponía a leer con ese tipo de actitud que transmiten aquellos que no tienen prisa alguna. Su tono de voz fue como un bálsamo para mí en aquella mañana que me inundaba el desasosiego. No se como, supongo que congeniamos en aquel preciso momento, pero terminamos en un bar cercano tomando ella un zumo de naranja natural, y yo, un simple café corto con una nube de leche.
—¿Pero no me dices nada? Pobrecito, como te han dejado esos salvajes del tren —lo decía con esa voz suave y aterciopelada que tienen las mujeres de su raza, y que alargan las palabras en sus letras finales, como si temieran romperse en mil pedazos en el caso de hablar fuerte.
En aquella ocasión llevaba puesta una blusa de tirantes de color rosa, la cual, al abalanzarse sobre mí para darme un beso en la mejilla, me permitió ver sin problema alguno, sendos pechos aureolados,
bamboleándose y desafiando las más sagradas leyes de la gravedad. No había comenzado a abrir la boca para responderla, cuando ella ya estaba tomando mi libro de la mesilla de noche entre sus finas manos y hablando de nuevo con esa parsimonia que hacía gala constantemente.
—¿Te gusta Sun Tzu? Es un libro con más de dos mil años de antigüedad —Me preguntó mientras se acomodaba sentándose y obligándome a desplazarme no sin cierta dificultad a un lado de la cama. La luz que se filtraba por la ventana incidió en su rostro e iluminó su negro cabello que recordaba al moverse las cortinas de tiras de plástico que suelen ponerse en ciertas puertas para evitar la entrada de los insectos. Realmente era hermosa, muy hermosa, y aquella mañana en el hospital con la luz dándole por la espalda como si fuera una aureola divina mucho más. Me pareció estar ante un ángel de porcelana, tallado exquisitamente por un gran artista del renacimiento.
—Si. Me gusta el conocimiento de la naturaleza humana que hace gala, más allá del uso de la práctica militar y estrategia que describe. Pero dime… ¿Cómo es que estás aquí?
—¡Ah, si! Me enteré en la panadería del barrio.
—¿En la panadería? ¿Te lo dijeron a ti?
—No exactamente. Lo comentaban cuando entré a comprar. Y bueno, ya que tengo unas horas libres antes de acudir a la academia, he pensado pasar a visitarte. ¿Te ha molestado que viniese?
—No, claro que no. Todo lo contrario.
—En recepción di tu nombre y enseguida me dijeron el número de esta habitación.
Llamaron a la puerta y accedió un celador portando una bandeja y el doctor Benavides a su lado con el estetoscopio ya en su mano, pidiendo a Shin Shu Je abandonase la habitación con el consabido «si es tan amable…». Por su mirada estoy totalmente convencido de que habría preferido ese día, —de haber podido—, mandarme salir a mi y haber usado el estetoscopio auscultándola a ella. Pero se quedó con las ganas.
A la mañana siguiente, Shin Shu Je se presentó de vista sobre la misma hora que el día anterior. Cuando se despidió no había dicho nada sobre su intención de volver a visitarme al día siguiente, y por supuesto a mi no se me ocurrió para nada el preguntarle si me volvería a visitar, pues pensé que aquella visita había sido puramente de cortesía y, que allí quedaría la cosa sin ir a mas. No fue así. En esta ocasión entró ella sola a mi habitación. Cursiva reaccionó no muy bien ante su presencia. ««¿Otra vez ella?»». Aunque fue una entrada la de ella totalmente inesperada, consiguió sacarme del sopor producido de estar encerrado entre aquellas cuatro paredes pintadas de color blanco y con un radiador siempre puesto rn marcha que me hacía sudar aún sin moverme ni hacer esfuerzo alguno. Shin llevaba un vestido de algodón de color azul celeste, era un conjunto de top y shorts de Lele Style —según supe después de boca de ella— plagado de bolsillos y abotonado por el centro. El cinturón de cuero, ancho, de color negro, hacía juego con el pequeño bolso baúl de piel natural que llevaba colgado al hombro gracias a una cadena dorada, y con las botas de puntera descubierta, que dejaban entrever en sus pies unos pequeños dedos muy cuidados, cuyas uñas estaban pintadas de un vivo rojo brillante. Me llamó la atención la cadena que llevaba al cuello con un colgante en forma de luna llena y con algunos signos que debían de estar escritos en su lengua. Curiosamente apenas se había pintado los labios de un rosa pálido que acentuaba un poco más su tono natural, consiguiendo así que la vista de cualquiera que la viese fuese a parar directamente a sus ojos negros, unos ojos que al parpadear con aquellas pestañas tan largas y perfectas, hacían las veces de faro para cualquiera que navegase cerca de sus inquietas olas. Pensé en dicha metáfora del faro y del mar al ver que su escote era de los llamados de barca, aunque desde luego no abotonado el vestido hasta arriba y haciendo gala por tanto de su consabido estilo. Su flequillo, cortado en recto, acarició mi frente al agacharse a darme un beso
de saludo. Las dos anillas que llevaba de pulseras chocaron tintineando. Parecían desentonar un tanto con el resto de complementos, así como los pendientes al verlos me semejaron ser unos pequeños zafiros negros, las anillas me sonaron como si fueran de las usadas en las cortinas.
En lo que duró mi estancia en el hospital, hasta el mismo día en que me dieron el alta y me mandaron a casa, Shin Shu acudió puntualmente todos los días a visitarme dentro del horario permitido. En ninguna de las ocasiones repitió vestido o complementos, su aparición en mi habitación se convirtió en un hecho esperado, y aunque me negase a aceptarlo y s pensar en ello, un momento deseado. El verla rebasar la puerta era algo así como el abrir una ventana y mirar al cielo azul después de una fuerte tormenta. El cielo siempre estaba ahí, pero su color y nubes variaban a cada minuto que pasaba.
Dos días antes de recibir el alta médica y siendo conocedor de las intenciones por parte de Benavides de mandarme a casa, me atreví a preguntarle a Shin Shu si la vería también al día siguiente. Mi pregunta era de ese tipo de preguntas que más que preguntas son súplicas u en mi caso balbuceos. Cierto era que deseaba regresar a mi casa, a mi mundo, y seguir con mi vida de siempre, aunque esta no fuera en verdad una gran cosa, pero por otro lado deseaba a la vez seguir en aquel cuartucho de agobiante calor en el cual era atendido y visitado. ¿Me conformaba con poco? por el contrario... ¿era mucho lo que pedía? Una vez dado de alta, Shin Shu Je ya no tendría razón de ser para visitarme, y eso era algo a lo que me daba miedo enfrentar y me angustiaba cuando la veía marchar como un ocaso de sol. Nuestra diferencia de edad me negaba una y otra vez a calcularla, ¿por qué es relevante ese dato para todo el mundo? Odiaba ese tipo de cálculos y los motivos que inducían a realizarlos, pero aún así los hice, estimando nos podríamos llevar unos ocho o nueve años de diferencia, tras lo cual, pensé: ¿y qué? ¿Cambiaría esa diferencia de edad algo, alguna cosa en nuestra relación futura? Decidí que no. Si ya de normal me sobraba tiempo habitualmente para pensar en mis cosas, más aún y con razón estando postrado la mayor parte del día y, sin otra cosa mejor que hacer. Por supuesto ,su respuesta fue un rotundo «si» acompañado de un ligero golpe de flequillo y de una radiante sonrisa como las que las artistas de Hollywood dedican a sus galanes y a los medios de comunicación en sus entrevistas y presentaciones cinematográficas. Cursiva diría que es... ¡Uf! Con el cambio de tratamiento y medicación ha desaparecido del todo ¿del todo? Me lo pregunto sin atreverme a darme una respuesta. De vez en cuando un respiro también viene bien.
¿Qué diría Sun Tzu de todo esto?
Próximo capítulo “NO TODO ES LO QUE PARECE...