

POSDATA Press| Argentina
Lola tenía razón. La casita, como ella la llamara durante el trayecto y posterior visita al inmueble, nos encantó nada más verla, aún antes de descender de su Peugeot ya sabía que sería mía.
El sitio sería ideal para mi y deseé llegase a ser también para Shin. Nuestra relación no había encontrado quizás ese momento oportuno de hablar sobre ella y adquirir un compromiso más oficialista. ¿Pero qué nos importaba el resto del mundo si ambos nos sentíamos satisfechos tal y como estábamos? El mundo y sus malditas reglas podían irse al cuerno, no necesitábamos al mundo para nada, o al menos eso pensamos entonces. Entraba en lo posible de que fuera el mundo el que necesitara de nosotros.
Era una casa de las que solo eres capaz de encontrarla si sabes que está ahí. Y eso era bueno, muy bueno. Mis planes pasaban por alejarme de todos aquellos que sabían de mí, la mayoría de los cuales vivían cercanos .
No obstante, no era ese el único motivo, independiente del interior de la casita que resultaba confortable y espaciosa, pesaba mucho en la decisión el paisaje tan cercano a la misma, formado por grandes arboladas de sauces y abetos, pequeños bosques de gran belleza cercanos al centro de la ciudad. Si yo había cambiado era lógico pensar el que también cambiara mi residencia.
La mansión, tal y como decía Lola, era ahora sólo un lugar apto para fantasmas, y por lo tanto allí deberían de quedar sin ser molestados los recuerdos de Cursiva y del doctor Freiberg.
Habíamos decidido Huí Ying y yo trasladarnos a la casita tal como estaba y no demorarnos más en hacerlo. A los dos nos apetecía mucho y no veíamos llegada la hora de meternos a colocar nuestras cosas y decorarla a nuestro gusto. Huí Ying terminaba la semana siguiente su último año de carrera de bellas artes, y ya dispondría de todo su tiempo a partir de entonces. Nos vendría genial para arreglar la casita sin tener que matarnos a trabajar a causa de tener prisas. Como pareja bien avenida nos distribuimos las tareas: Sui Ying se pidió el jardín. Quería darle un estilo oriental, para lo cual ya había elegido de un catálogo de elementos de terraza una fuente ornamentada con motivos florales y marinos. Por mi parte, yo me encargaría de las luces de ambiente y de los cuadros. Para empezar decidí poner el dibujo que me había realizado estando hospitalizado en el salón, allí luciría su obra en todo su esplendor, pero el desnudo que me había hecho el día del retrato robot no sabía qué hacer con él. Sin ninguna duda era una gran obra de arte lo que había realizado, más yo no estaba conforme de que me pudiesen ver así cualquier visitante.
Anotación en el diario

Habíamos llegado. El gran momento esperado por mi se había producido sin siquiera darme ni cuenta. Por supuesto que deseaba mi alta médica, libre de hacer otra vez lo que me viniese en gana, y sin tener que depender de decisiones médicas en las cuales yo apenas contaba nada o casi nada. Pero en aquel viaje intervenía otro factor más. ¿Qué pasaría con Shin? No estando ingresado ya no había razón alguna para visitarme.
¿Sería capaz de inventar algún motivo que justificase su presencia? En el hospital aproveché la visita inesperada de mi tía para darle a enmarcar el retrato que me había hecho Shin en su primera visita. Quería darle la sorpresa de verlo enmarcado y colgado en un lugar preferente de la casa. Delegué en mi tía dicha gestión, a pesar de saber que al facilitarle una copia de las llaves de mi casa estaba actuando en contra de mis principios más sagrados. ¿Pero qué podía hacer? No podía recurrir a nadie más y por una vez hube de transigir en contra de mi filosofía más firme. De una u otra manera, aquel día terminaría mi relación con Shin o sería el comienzo de algo nuevo. El tiempo sería testigo inevitable de lo que aconteciese.
Tras acceder a la casa y desempacar las maletas, hicimos un alto en el camino. Desde la llegada a mi habitación en el hospital del doctor Benavides y la Asesina a primera hora de la mañana, todo había resultado ser una constante prisa desde aquel momento en que me había hecho entrega del alta médica y restituido mi libertad.
—¿Te apetece tomar algo? Todo este traqueteo me ha dado sed.
—Una Coca, si tienes, y si no, un vaso de agua será suficiente. Gracias.
Para Shin no pasó desapercibido mi momento de total incertidumbre y desasosiego nada más entrar en mi casa. Aquello cambiaba mí realidad presente y hacía que tuviese que replantearme desde cero a partir del asesinato de mi padre. Shin por tradición y naturaleza era una mujer que sabía esperar el momento adecuado, contener su curiosidad hasta que yo decidiera explicarle que era lo que me pasaba.
Decidí que si algo debía tener prioridad, debería de ser mi situación con Shin y mi deseo de que se quedase a vivir conmigo.
Entre unas cosas y otras se había hecho la hora de comer, y desde luego, no tenía ganas de plantearme ni siquiera el meterme en la cocina a preparar algo que llevarnos a la boca. La invité a comer, y tras aceptar, llamé y pedí una pizza. Simple pero funcional.
Unos treinta minutos después comíamos la pizza acompañándola de una copa de vino tinto. Sonreí al pensar que debíamos de parecer un matrimonio típico al uso. Para otros los silencios de Shin resultarían molestos y embarazos, sin embargo, para mí, eran perlas puras, joyas sin precio a las que muy pocos mortales podían acceder y gozar como yo. Apenas dimos unos pocos bocados de la ración triangular que nos habíamos servido. Shin se añadió queso rayado en su porción, dejándola convertida en un paisaje nevado no carente de su propio encanto y poesía Zen. Aquel hielo glacial decidí romperlo yo, explicándole que era lo que me había pasado cuando habíamos entrado.
—¿Sabes? Descubrí algo nada más entrar.
Shin terminó de masticar su bocado de pizza, y tras limpiarse sus perfectos labios con la servilleta de papel, me regaló una de sus expresiones típicas con sus depiladas cejas arqueadas que hablaban por si solas.
—¿Y?
—¿Recuerdas te hablé de Cursiva y de Freiberg?
—Por supuesto, lo recuerdo.
—Al entrar he descubierto, que el diván en dónde Freiberg me atendía y psicoanalizaba, no era otro que el de mi casa, en dónde mi padre se tumbaba a pensar en sus inventos. Ósea, que el doctor Freiberg nunca ha existido salvo en mi desbordante imaginación.
De haberlo sabido con anterioridad, abría dudado a la hora de buscarle un nombre a Shin Shu Je. Para mi resultó evidente debía de ser ese. No tenía duda alguna al respecto. Pero cuando intimamos e hicimos el amor, pude constatar minutos antes, que lo mismo podría haberla bautizado con el nombre de Shin Than Ga. En su mundo resultaba evidente que no existían las palabras «ropa interior» y que dichas prendas no las utilizaba.
—No fumo. Pero hoy me apetece. ¿Vas a contármelo? Me agradaría mucho lo hicieses —dijo sacando un cigarrillo rubio del paquete que llevaba en el bolso y tomando un encendedor diminuto del mismo, prendiéndole fuego al cigarrillo a continuación.
Probablemente, o incluso sin probable, aquel día fue sin lugar a dudas la primera vez que hablaba de mi padre, y su muerte violenta en el Metro, a una persona de verdad, de carne y hueso como se suele decir, y no a un ser imaginario producto de mi polaridad y de una medicación a todas luces ineficaz ante mi desbordante imaginación ya proclamada desde bien pequeño. Con pocos años ya hablaba sólo con personajes que me inventaba. Incluso en los sueños seguía con ellos y corríamos una y mil aventuras juntos. Shin escuchó mi historia sin apenas interrumpirme, demostrando una vez más era una mujer muy especial y culta.
—Entonces, todo este tiempo... Desde el asesinato de tu padre has estado prácticamente sólo —dijo Shin lanzando su pregunta al viento junto con unos diminutos aros de humo que lanzó por su boca con gran acierto y seguridad.
—Si, supongo que se puede decir así. He estado solo todo este tiempo, y mientras, su asesino libre sin que ni siquiera
nadie le haya buscado. Pero eso se ha terminado aquí y ahora.
—¿En serio?
—Y tanto. He recordado mis idas y venidas en Metro sin venir a cuento, pensando me dirigía cada mañana a la fábrica de mi padre, pero no. Cuando llegaba a la parada junto a la fábrica me daba la vuelta de regreso a casa. Subconscientemente me fijaba en todos los pasajeros esperando dar con su asesino, pero en mi imaginación lo representaba como un juego que realizaba con Cursiva en el cual nada tenía que ver con aquel trágico día. Si hubiese ocurrido ahora mismo, mañana o dentro de un mes, o de un año, lo recordaría con todo lujo de detalles. Al menos mi pertinaz insistencia en viajar con las líneas de Metro y autobuses me ha dejado esa cualidad de la cual antes no disponía. Por desgracia entonces no tenía la percepción y retentiva de ahora y apenas recuerdo de forma confusa como ocurrió todo.
—Viur, ¿Y no has probado con hipnosis?
Me quedé de piedra al escucharla preguntármelo. ¿Cómo era posible que no se me hubiera ocurrido a mí esa idea? Era brillante. Antes de que se me pasara por la cabeza si yo conocía a alguien experto en hipnosis, Shin me ofreció la solución que necesitaba.
—La madre de una amiga mía hace hipnosis regresiva.
Finalmente había llegado el día de la visita a la consulta de la doctora que iba a hipnotizarme. Shin había hablado con su amiga y contado sucintamente mi caso, transmitiendo este a su madre para que me diera fecha para ser recibido. A pesar de todo, de ir de parte de su hija, tuvimos que esperar una semana para ser recibidos por su madre. Al parecer, debía de ser muy buena en su especialidad y había siempre una amplia lista de espera. Era una mujer de mediana edad, bien conservada físicamente. Transmitía seguridad y confianza su presencia nada más verla. Se llamaba Karla P. Smith según pude saber más tarde, y aunque su hija había nacido en New York, ella era natural de Australia.
Tras una pequeña presentación cargada de formulismos en los que probablemente ninguno de los allí presentes creíamos, la doctora fue completando mi ficha de paciente con los datos que yo le iba facilitando conforme me los preguntaba. Sin que ella se diera cuenta, Shin me tomaba de las manos y las apretaba para darme fuerzas. Gesto este que le agradecí. En tan poco tiempo que nos tratábamos, había llegado a conocerme muy bien, quizás incluso más que cualquier otra persona de mi entorno, o familiar. Mi hermano Ruvi no había vuelto a dar señales de vida desde el cobro de la herencia, y su posterior desaparición de la ciudad. Probablemente se lo habría dilapidado ya o estaría en ello. En realidad me resultaba cómodo que fuese así nuestra relación de no–relación. De ponerse en contacto conmigo sería sin miedo a equivocarme para pedirme dinero, y prefería no tener que enfrentarme ante el dilema de dárselo o no.
Un apretón fuerte en las manos me devolvió al presente. La doctora Smith había terminado de digitalizar mis datos como nuevo paciente suyo.
—Por favor, sígame. Vamos a la sala de hipnosis.
—Si, por supuesto. Una cosa antes —le dije anticipándome a sus acciones y refiriéndome a Shin — ella quiero que esté presente en mi regresión.
—No es lo habitual el trabajar con espectadores en las sesiones, al fin y al cabo, como ya le habrá informado mi secretaria, las sesiones de hipnosis regresiva son grabadas en su totalidad, por lo que no es necesaria la presencia de nadie. Puede creerme. Sigo la más rigurosa ética profesional.
—Puede creerme que la entiendo. Pero no haré la sesión sin estar ella presente —dicho lo cual con un cierto ren tintín al repetir su «puede creerme», aduje: — Considérelo una más de mis infinitas manías. Las cuales son muchas y diversas.
Me dio la impresión de que se mordía los labios de rabia al no poder salirse con la suya, de hecho, me pareció percibir un leve hilillo de sangre recorrer su grueso labio superior antes de ser cubierto y limpiado por el labio inferior. Estaba claro que la señora Smith no estaba acostumbrada a que se la contradijera, pero se avino a razones al ver mi firme decisión.
—Por supuesto. Quién paga manda. Además, siempre hay una primera vez para todo.
Recuerdo como ajustó el trípode y encaró la cámara de vídeo ajustando su encuadre a donde yo me encontraba reclinado, lugar obviamente con muchas similitudes con el diván de mi casa en el que creía ser psicoanalizado por mi amigo imaginario, el profesor Freiberg —En cierto modo lo echaba un poco de menos— cuando entraba por la calle de atrás por la puerta de servicio sentía una especie de extraña soledad difícil de describir.
La señora Smith, una vez me tuvo tumbado y relajado —según su opinión profesional— me hipnotizó empleando para ello un reloj de bolsillo unido a una cadena dorada a juego con él. Recuerdo brillaba mucho, pensé que debía de ser de oro macizo, y mientras escuchaba sus palabras cada vez más apelmazadas y lejanas, sus reflejos ambarinos se fueron haciendo mas y mas intensos, y para cuando mis párpados comenzaban a cerrarse me conminó a retroceder en el tiempo hasta el día en que mi padre había sido asesinado. Lo siguiente que experimenté y conté me enteré una vez ya en casa, a solas con Shin, viendo la copia de la grabación en el vídeo.
—Solía su padre viajar en transportes públicos?
—No.
—Entonces, ¿Cuál fue la causa que motivó decidiese desplazarse dicho día por medio del Metro? ¿Qué ocurrió para que cambiase su comportamiento habitual?
—Aquel día mi padre había quedado en la fábrica por un asunto relacionado con las patentes de sus inventos con el abogado que le llevaba todos los temas empresariales.
—¿Cómo es que quedara en la fábrica y no en el despacho del abogado?
—Por lo que sabía yo en aquel momento, habían otros asuntos a tratar, como el dar de alta s varios trabajadores nuevos en la seguridad social. En esos temas era muy concienzudo. No quería que hubiese trabajando nadie para él que no estuviera dado de alta y perfectamente cubierto. Los accidentes sabía bien era frecuente se diesen aL experimentar con inventos.
—¿Cuál fue la causa que motivó su cambio de conducta?
—Al ir a manejar su coche éste no arrancaba. Y tras varios intentos, viendo se le haría tarde, decidió acudir a la fábrica con el Metro. Al fin y al cabo tenía la parada muy cerca de casa y disponía de una estación que le dejaba prácticamente al lado de la fábrica. No se las pensó y ese fue su fallo. Le costó la vida.
—¿No hubo otras opciones? Por ejemplo, que alguien le hubiese acercado con su propio vehículo o haber llamado a un taxi?
—Bueno... Ese día mi madre había salido. Mi hermano Ruvi se había quedado en casa por encontrarse indispuesto. Al parecer había pasado mala noche... y yo, que no tenía nada que hacer ese día, hacia poco que había decidido dejar de conducir y convertirme en un viajero urbano. Así que decidí acompañar a mi padre a la fábrica en aquella mañana trágica.
—Quiero retroceda al momento inmediato a los hechos. ¿Qué ocurrió?
—A pocas paradas de nuestro destino subió un hombre joven a nuestro vagón. Aunque a aquellas horas de la mañana no iba demasiado lleno el vagón, los asientos sin embargo sí estaban ocupados. Salvo los que estaban reservados. Ahí empezó todo.
—Dígame, que ocurrió a partir de ese momento. Quiero recuerde el máximo de detalles posibles.
—Aquel día el Metro iba muy lleno, más de lo normal. Al subir nos costó bastante abrirnos paso entre los ocupantes. La compañía andaba de huelgas desde hacia varios meses
sin que a nadie pareciera importarles los motivos o el sentarse a dialogar para buscar una solución al conflicto que planteaban. Mi padre avanzó haciéndose paso entre los empujones de unos y otros, y yo me quedé alejado de él unos metros más atrás sin llegar a poder avanzar hasta él.
—¿Qué es lo que ve desde dónde se encuentra?
—Veo un par de carritos con bebés que dificultan el paso. Son de ese tipo nuevo que se ven enormes. Un estudiante ha subido en la estación anterior con su bicicleta y la ha dejado junto a uno de los accesos de entrada al Metro. Le miran mal, pero nadie le dice nada.
—Prosiga. ¿Qué es lo que pasa a continuación? Fíjese bien.
—Hemos llegado a la parada siguiente, y el Metro se ha detenido. Por cada una de las puertas de acceso que llego a ver está subiendo gente, empujando en algunos casos para conseguir acceder al interior. Uno de los que han entrado mira a uno y otro lado. Es un hombre joven y parece descubrir la presencia de mi padre cerca de él.
—¿Qué ocurre entonces?
—Saca algo de uno de los bolsillos de su cazadora de cuero de múltiples bolsillos y lo mira. Parece ser una hoja. Pero mientras intento abrirme pago hacia mi padre, una mujer con uniforme de una empresa de limpieza se interpone en mi camino impidiéndome ver lo que ocurre acto seguido.
—¿Qué es lo siguiente que ve, una vez ella deja de taparle la visión?
—Es cómo… cómo si le hubiese reconocido. Se abre paso hasta él empleando la fuerza. Luego… luego saca un gran cuchillo del interior de la chaqueta y se abalanza sobre mi padre.
—Le veo llegar hasta dónde se encuentra mi padre, que con la cabeza vuelta me busca, y localizándome me hace gestos para que me abra paso hasta donde se encuentra él.
—¿Y qué es lo que hace entonces?
—Yo ahora le veo bien. Una mujer menuda y delgada se ha levantado, dejando tome asiento en su lugar el hombre grande que me tapaba. Mi padre sonríe al verme hacer amago de avanzar, pero... pero ahora su rostro cambia. ¡Dios mío! Él de la chaqueta de cuero por la espalda le está atacando con algo. Mueve su brazo izquierdo con celeridad varias veces. Mi padre ha palidecido de repente y se abalanza hacia las mujeres que tiene ante él...
—Ahora quiero vuelva al hombre de la chaqueta de cuero, y lo vea a cámara lenta. Quiero describa cómo es físicamente, si tiene alguna marca, herida o algo que lo haga diferente a los demás a simple vista.
En ese instante de la grabación me quedo por un momento sin contestar, luego en mi rostro se dibuja el esfuerzo por conseguir los datos que me pide la doctora Smith.
—Su cabello es muy oscuro y lo lleva rasurado a los lados, dejando una especie de seto como los de los jardines, lo mismo que el tono de su piel que es oscuro y aceitunado. Tiene un rostro delgado y puntiagudo, afilado, en forma de triángulo, ese tipo de cara de pocos amigos y en la que se marcan los maxilares de forma ostensible.
_¿Le ve lleve barba, patillas, bigote...
—No, no lleva nada de eso, pero si va sin afeitar de varios días.
—,¿No ve nada que resulte llamativo en esa persona?
—No. Bueno si. A la derecha de su cara tiene algo... una marca parece.
—Intente verlo mejor. Deje que sus ojos se acerquen más. Todo lo demás no nos importa. ¿Es una mancha en la piel, un tatuaje... Un corte quizá?
—Parece... Parece como si fuera una marca de esas que quedan tras pasar alguna enfermedad.
Me parecía increíble lo escuchado de mi boca en el vídeo, pero era real. Allí estaba yo repantigado en aquel diván de diseño moderno. Aquella copia bien valía la cifra que me había sacado, más un libro al respecto que ella había publicado y que me encasquetó nada más terminar la sesión. A pesar de que no creía llegase a leerlo nunca acepté el comprárselo. No importaba. La declaración hecha por mí en aquella sesión bien valía lo pagado y muchos más libros que me hubiese podido vender. La cinta de vídeo duraba algo más de una hora y eran muchos los detalles que en ella daba.
La volvimos a ver completa una segunda vez, en esta ocasión tomando datos en una libreta. Pero antes hicimos un alto para tomar algo. Hui-Yin, Shin, se ofreció a preparar un té — no se como lo hacía, o si le añadía algo sin que yo la viese. pero le salían mas buenos siempre— Yo mientras tanto aporté mi granito de arena yendo por un surtido de galletas de té. Hablamos mientas duró el pequeño piscolabis.
—,¿Vas a buscarlo, verdad?
—Si. Eso quiero.He de hacerlo.
—¿Y luego? ¿Si lo encuentras...? ,¿Qué harás? ¿Matarlo?
—La verdad, no lo se. No he llegado a pensar en eso todavía. Quizás si lo encuentro sepa entonces que es lo que quiero hacer.
—Podrías llevarlo ante la justicia y que pague por lo que hizo..
—Si. Lo se, Huí Ying.
—Yo podría ayudarte.
El ofrecimiento de Hui-Yin me dejó un tanto sorprendido. ¿En qué podría ella ayudarme de nuevo?
—¿Cómo? ¿De qué manera lo harías?
—Dibujando un retrato robot con los datos que sabemos de él. Nunca hice ninguno, pero siempre hay una primera vez. Incluso podrías dar copias de él a algún detective privado...
—A no. No metamos a nadie más en esto. Cuanta menos gente esté al tanto de todo esto será mucho mejor para los dos.
—Como quieras, quizás lleves razón y sea lo mejor en este asunto. ¿Entonces, voy por mi bloc?
—Si. Tráelo. Será interesante ver si le consigues sacar un parecido razonable.
—Voy pues. Pero a cambio has de dejarme luego te dibuje desnudo. Hoy perdí la clase por estar contigo. Así que... a posar te toca, y esto no es negociable.
Supe sería así, y de no aceptar su imposición no realizaría el retrato robot. Asentí.
—Y nada de trucos baratos conmigo. ¡Sin slip!
Se fue riendo.
Ya teníamos el retrato robot hecho. Con trazos vigorosos y seguros había esbozado con lápiz y barras de carboncillo el rostro del asesino.
—¿Y ahora que? — dije refiriéndome a que hacíamos a partir de ese momento, de cual sería nuestro siguiente paso.
—Pues ahora ya lo sabes. A quedarte como dios te trajo al mundo.


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