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Después de una larga noche bañada por copas de vino, combinados y cervezas, llegué con ciertas dificultades a mi santo santoral. Destrozado y tropezando con las paredes del pasillo como si éstas se hubieran estrechado en mi ausencia. Agradecí la gruesa moqueta que en su día me dio por instalar por el pasillo. Cualquier ruido, por mínimo que fuera me habría echo explotar la cabeza.
Desperté con el vago recuerdo de haber estado soñando que era un bello caballo blanco trotando alegre por una hermosa verde pradera. Sin calzarme me dirigí al aseo. Todavía sentía la cabeza embotada y el estómago enviándome fuertes señales de querer vomitar mi desayuno y almuerzo de días atrás. A mitad del pasillo no pude evitar el soltar un relincho que resonó amplificado por toda la casa.
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